El futbol femenil encuentra en el horizonte del Mundial 2031 una oportunidad para redefinirse, quizá tanto como lo hizo París 1998 o Canadá 2015 en su momento. En esta ocasión, la región de la Fédération Internationale de Football Association (FIFA) que más ha crecido en infraestructura, visibilidad y competitividad —la Confederación de Norte, Centroamérica y el Caribe de Fútbol (CONCACAF)— quiere dar un paso al frente: por primera vez, México y Estados Unidos lideran una candidatura conjunta que podría cambiar para siempre la historia del fútbol femenil en la región.
¿Por qué importa este cambio? Primero, porque la candidatura conjunta de ambos países implica que el fútbol femenino, hasta ahora en buena medida relegado a márgenes comerciales y televisivos, entra a un escenario de primer nivel. México, que nunca ha sido sede de un Mundial femenil, apuesta por dar un giro de imagen y mostrar capacidad organizativa, mientras que Estados Unidos aporta experiencia y mercado.
Segundo, el contexto global también juega a favor: con la anterior ampliación a 32 selecciones para la edición de 2023, la FIFA ha dejado claro que quiere un torneo más inclusivo, más global. Con la edición 2031 en puerta, la expansión no sólo se mide en número de países participantes, sino en ambición: sedes de primera línea, logística de gran escala, cobertura mediática y compromiso con legado.
Para la región CONCACAF este torneo puede convertirse en bisagra. El avance de selecciones como Canadá, Estados Unidos y México no sólo en resultados sino en profesionalismo —ligas nacionales más sólidas, mayor afición, mejores estructuras— sugiere que la zona ya no es “un patio trasero” del fútbol femenil sino contendiente. En ese sentido, albergar el Mundial 2031 sería una declaración de poder y de proyección.
Claro que los retos son significativos, organizar un evento de esta magnitud exige no sólo estadios y ciudades sedes, sino también una estrategia coherente de desarrollo posterior: ¿cómo asegurar que tras el torneo, las jugadoras, los clubes y las federaciones crezcan en capacidades? ¿Cómo evitar que el torneo quede como “un gran espectáculo” pero sin transformar la base? Aquí la región debe ir más allá del brillo momentáneo.
En ese sentido, se requieren al menos tres palancas: visibilidad sostenible: hacer que los medios nacionales y regionales vean la competición como una prioridad, no como “el extra femenino”; legado de infraestructura y formación: estadios, escuelas, academias, ligas femeniles que generen continuidad; equilibrio competitivo: que más selecciones de la zona dejen de ser visitantes frecuentes para protagonizar.
Para México en particular, esta es quizás la mejor ventana histórica. Si bien el país ha organizado Mundiales varoniles (1970, 1986) y será sede con EE.UU. y Canadá del Mundial 2026, el torneo femenil permitiría cerrar brechas de género, visibilizar nuevas audiencias y construir una plataforma deportiva con rostro mexicano. La responsabilidad es mayor, pero también la recompensa.
Más allá de la infraestructura, hay que destacar el factor cultural. Un Mundial femenil en la región puede movilizar nuevas generaciones: niñas que sueñan con jugar en la Selección, afición que busca referentes femeninos, medios que amplían cobertura. Todo converge en que 2031 puede marcar un antes y un después.
El éxito de esta candidatura —y del torneo mismo— dependerá de que “gran evento” no sea solo sinónimo de “gran espectáculo”, sino de “gran cambio”. Para la CONCACAF, el objetivo debe ser alinear las expectativas globales con una estrategia de desarrollo local que permanezca después del pitazo final. Porque si sólo se organiza, se olvida; pero si se deja legado, se transforma.
¡Abramos cancha!

