Hoy amanecía como uno de tantos días en los que acudo a la conferencia matutina de la presidenta de México. Otro día más frente a una de las diez mujeres más poderosas del mundo, delante de la investidura presidencial, esperando poder preguntarle sobre temas de actualidad. Quien diga que eso es fácil, quizá no sabe lo que es estar cara a cara con la Jefa de Estado, con la representante de un país entero. No es solo una persona —en este caso una mujer—, es la encarnación del poder ejecutivo. Por eso, cada palabra, cada gesto, debe estar revestido del respeto que merece la figura.
Sin embargo, mientras esperaba en el Palacio Nacional, llegaba desde Tailandia una noticia que alteró el tono del día. El organizador de Miss Universo, Nawat Itsaragrisil, llamó “tonta” a nuestra representante Fátima Bosch en público, frente a todos. Y aunque a simple vista puede parecer una frivolidad, no lo es. Porque cuando se denigra a una mujer con esa impunidad, cuando el insulto se lanza desde la soberbia del poder, lo que se hace es confirmar que la violencia simbólica sigue normalizada. Cuando el desprecio a una mujer se celebra en público, se profundiza en lo privado. Y eso ya anunciaba que este no sería un buen día.
Pero lo que ocurrió después fue aún más grave. Más avanzado el día, y en el corazón mismo del Centro Histórico, la presidenta Claudia Sheinbaum fue acosada. Afuera del Templo Mayor. En la casa simbólica del poder ancestral mexicano. Casi en el mismo lugar desde donde prometió servir, proteger, gobernar ante el pueblo de México. Lo que parecía imposible se volvió real: una mujer, que además es la máxima autoridad del país, fue acosada físicamente. No por sus ideas. No por su gestión. Por ser mujer.
Entonces lo entendí: hoy, 4 de noviembre, no fue solo un mal día. Fue una fotografía brutal del país que todavía somos. Un país donde aún se justifica que se llame “tonta” a una mujer en un escenario de pasarela, y donde a otra, aunque sea presidenta, se la besa o acosa en la calle ante decenas de personas. Y si eso le pasa a ella, ¿qué no les puede pasar a las demás?

Sé que la crítica política es necesaria. Que el escrutinio público viene con el cargo. Pero hay una diferencia clara entre la crítica y la humillación. Lo que vimos hoy fue violencia simbólica. Fue el intento de degradar, de romper la dignidad de una mujer y que alguien ose sobrepasar la raya del espacio personal de la máxima figura del Estado, eso no puede pasar inadvertido.
Estar frente a la presidenta no es estar solo frente a Claudia Sheinbaum nada más. Es estar frente a la investidura, al símbolo de un país que —por primera vez en su historia— fue capaz de elegir a una mujer para ocupar el cargo más alto. Cuando se agrede a esa investidura desde el machismo, se hiere también a millones de niñas que hoy sueñan con llegar lejos. Se les dice que su género sigue siendo obstáculo, que su voz sigue siendo menos.
Y entonces me pregunto: ¿cuántas mujeres fueron acosadas hoy? ¿Cuántas desaparecieron? ¿Cuántas fueron violentadas en el transporte, en la calle, en su casa? ¿Cuántas caminaron con miedo en la oscuridad este martes para ir o volver de trabajar?

Porque el feminicidio no empieza con balas. Empieza con la palabra “tonta”. Empieza con un micrófono o un posteo que increpa, interrumpe o ataca. Con una mano en el pecho o un beso sin consentimiento. Con una sociedad que no reacciona.
Y cuando eso no se detiene, el feminicidio se vuelve literal. Se vuelve noticia. Se vuelve cifra. Y lo peor: se vuelve rutina.
Por eso lo simbólico importa. Mucho. Porque si el país permite que se humille públicamente a una mujer por el hecho de serlo, lo que está diciendo es que no está a la altura.
Y si eso se permite, no hay discurso que alcance. No hay protocolo que baste. No hay reforma que cure.
Mi solidaridad está con Claudia Sheinbaum, por supuesto. Como presidenta, como mujer, como símbolo. Pero también con Fátima Bosch, con Fernanda Ostos, quien hace poco denunció ser manoseada en la Condesa, y con todas las que hoy no tienen una cámara que las proteja, ni un cargo que las respalde. Con todas las que fueron insultadas, grabadas, tocadas sin consentimiento. Con las que no llegaron a casa.
Hoy no fue un día cualquiera. Fue un mal día para todas. Para las 11 mujeres que son asesinadas cada 24 horas en México. Para las que ya ni siquiera denuncian porque saben que no pasará nada. Para las que crecieron creyendo que valían menos. Para las que creen que esto no va a cambiar.
Y no, esto no fue solo un certamen. Ni solo una protesta. Fue la radiografía de un país que todavía no sabe respetar a sus mujeres. Ni cuando compiten. Ni cuando ganan. Ni cuando gobiernan.
Me niego a acostumbrarme al desprecio, al odio, al acoso. A los silbidos y a los piropos y a las miradas lascivas en las calles o las oficinas. Me niego a vivir en un país que presume de democracia, pero que no garantiza lo más básico: el derecho a vivir sin miedo.
Porque si a la presidenta le pasa esto, ¿qué no le puede pasar a una más?

