Mi primer contacto con un “muscle car” fue en los inicios de los setenta, cuando apenas tenía unos siete años. Mi tío Agustín Sánchez, le gustaba “tirar rostro” con sus coches y uno de ellos era un Dodge Super Bee azul cielo con líneas negras y el logo de una abeja con su casco de piloto. En la era dorada de los muscle cars estadounidenses, entre el rugido de motores V8 y la rebeldía juvenil que definió a finales de los sesenta y principios de los setenta, fue entonces cuando emergió este modelo que se convirtió rápidamente en un símbolo de potencia accesible y personalidad sin filtros: el Dodge Super Bee.
Ensamblado por primera vez en 1968 como respuesta de Dodge al éxito del Plymouth Road Runner, el Super Bee tomó forma sobre la plataforma B-Body de Chrysler y fue concebido bajo una premisa irresistible: máximo desempeño a un precio razonable. Para 1970, su año más icónico, el Super Bee había consolidado una identidad propia, reconocible por su parrilla dividida, sus franjas deportivas y, por supuesto, el emblema de la abeja feroz que decoraba la carrocería.
El Super Bee era un auto que no pedía permiso: lo dejaba claro desde que el conductor giraba la llave y despertaba cualquiera de sus opciones mecánicas. En 1970, la oferta comenzaba con el confiable 383 Magnum, un V8 que entregaba 335 hp, pero alcanzaba su clímax en los motores 440 Six Pack—con sus tres carburadores Holley—y el legendario 426 HEMI, la joya del hemisférico capaz de superar los 425 hp oficiales, aunque en la práctica eran muchos más.
El manejo del Super Bee era rudo, directo, sin maquillaje. No buscaba suavidad ni refinamiento: ofrecía una experiencia de manejo cruda que conectaba al conductor con la carretera y con el poder mecánico bajo el cofre. Era un auto para quienes deseaban sentir cada cambio de velocidad y cada vibración del motor como parte del ritual de conducción.
Pero hablemos de su estética que gritaba “muscle”. Si algo distinguía al Super Bee era su actitud visual. El modelo de 1970 introdujo una parrilla de “doble entrada de aire” que lo hacía ver más agresivo, casi amenazante. Las franjas laterales opcionales y las combinaciones de colores vibrantes lo convertían en una figura inolvidable. Representaba una época en la que el diseño automotriz estaba cargado de audacia, de proporciones musculosas y de un orgullo mecánico sin complejos.
Con estos atributos cómo no ganarse un lugar en el limbo de los autos, por eso es una leyenda que desafió al tiempo. Pese a su impacto, el Super Bee tuvo una vida relativamente corta, víctima de la crisis petrolera y de las nuevas regulaciones de emisiones que en los años siguientes cambiarían completamente el panorama automotriz. Sin embargo, su legado perduró. Hoy, los ejemplares originales son piezas codiciadas por coleccionistas, y su nombre ha regresado ocasionalmente en ediciones especiales que rinden homenaje al espíritu indomable del modelo original.
Cuando se habla de la cultura automotriz de los 70, el Dodge Super Bee es uno de esos nombres que imponen respeto. Fue un auto honesto, radical y lleno de carácter, un espíritu libre de la carretera que encarna como pocos la esencia visceral del muscle car auténtico. Una abeja que no solo sabía picar… sabía rugir, o más bien, zumbar como abeja feroz.
¡Adiós!

