El nombre de Erick Omar debería dolernos a todos. Tenía 21 años, salió a caminar con su perro en Venustiano Carranza y no volvió. Policías lo detuvieron, lo golpearon y lo mataron. Su historia no es una excepción: es el recordatorio brutal de lo que muchas y muchos jóvenes enfrentan en un país que los mira con sospecha antes que con derechos.
Ser joven en México se volvió una experiencia marcada por la incertidumbre. No importa si estudian o trabajan: ningún futuro bueno se percibe. Su primer empleo difícilmente alcanza para pagar una renta en la ciudad. Independizarse es una fantasía y conseguir estabilidad laboral, un privilegio. En la Ciudad de México, la vida es tan cara que miles siguen viviendo con sus familias no por elección, sino por supervivencia. La meritocracia perdió sentido cuando el esfuerzo dejó de traducirse en oportunidades.
Mientras tanto, el discurso oficial criminaliza la inconformidad. En lugar de escuchar a la juventud, se le acusa, en lugar de acompañar, se le vigila, en lugar de cuidar, se le exhibe y se le reduce a un ente manipulado. Se investigan protestas, pero no sus causas; se observan a las personas, no a las instituciones; se responde con desdén, no con soluciones. Así, la democracia deja de dialogar y empieza a temer. Y cuando el Estado teme a sus jóvenes, es la sociedad la que pierde. Protestar se ha vuelto motivo de sospecha; disentir, un acto castigado.
Es ahí, en ese vacío de opciones donde se encuentran inmersos las y los jóvenes, ante esto, el crimen organizado cobija a una generación que ve cómo sus sueños de salir adelante son truncados por la barreras que el mismo Gobierno construye. Los grupos delictivos ofrecen realidades alternas, dinero inmediato, pertenencia, poder, un respeto que nadie les ha ofrecido. El reclutamiento ocurre en colonias, escuelas, redes sociales y tianguis; es decir, en la misma comunidad que debería dar resguardo. Cuando el Estado no acompaña, la ilegalidad se vuelve alternativa y, entonces, los descenlaces son trágicos: cárceles llenas, calles más violentas, futuros cancelados.
Un país que abandona a sus jóvenes está renunciando a sí mismo. Cada puerta cerrada, cada promesa incumplida, cada muerte impune es una fractura colectiva. México no puede seguir produciendo generaciones destinadas a la frustración o al reclutamiento criminal.
En Movimiento Ciudadano, creemos que el México Nuevo empieza por ellas y ellos. Inicia en un país donde cuestionar no sea peligroso y ser joven no sea una condena, sino una esperanza. La generación sin futuro no nació perdida: fue olvidada. Y aún estamos a tiempo de recuperarla. Pero es necesario tomar acciones ya.
P.D. Hoy el regimen trata de reprimir otra forma de comunicación de la juventud, la censura a los gamers y no es coincidencia. En la próxima entrega, hablaremos de cómo las y los jóvenes derrocaron un gobierno en Nepal, coordinandose a traves de los juegos de videos. La juventud si quiere hacer política, pero tiene sus formas y canales.


