Todo empezó con un silencio extraño en el lejano país asiático, Nepal. Una mañana, millones de jóvenes despertaron y descubrieron que Facebook, Instagram, YouTube, WhatsApp, X y decenas de plataformas habían sido bloqueadas. El gobierno dijo que era un ajuste técnico, pero la gente sabía la verdad: querían apagarlos. Querían cortarles su principal espacio de organización, la arena donde compartían denuncias, videos, pruebas de corrupción y convocatorias para protestar.
La reacción fue inmediata. Si les cerraron las redes, abrieron las calles. Las protestas crecieron, se multiplicaron y, en cuestión de días, miles de jóvenes rodearon el Parlamento. La policía intentó contenerlos, pero la indignación era más grande. La escena terminó volviéndose viral en el mundo entero: jóvenes entrando al Congreso, enfrentando gases, escudos y golpes para exigir lo que sentían que el gobierno les había robado: el derecho a ser escuchados.
La crisis fue tan profunda que terminó con renuncias en el gabinete, incluida la del primer ministro. Nepal aprendió, de la peor manera, que no se puede gobernar a una generación intentando silenciarla. Y que prohibir no solo no controla el descontento: lo amplifica.

México debería prestar atención. Mientras Nepal censuraba plataformas, aquí, Morena avanza con un nuevo frente, el llamado “impuesto gamer”.Una medida que encarece videojuegos como si fueran armas, bajo la sospecha implícita de que las pantallas son un problema de violencia. Una medida que limita el esparcimiento de la juventud.
Pero la lógica es la misma: cuando el poder no entiende a las y los jóvenes, intenta controlarlos. Cuando no sabe escuchar y dialogar con ellos, los estigmatiza y castiga. Y cuando teme a su capacidad de organización, inventa excusas para intervenir en sus espacios de interacción. En un México donde estudiar ya no garantiza un futuro, donde el desarrollo para niñas, niños y jóvenes es insuficiente, y donde muchos no logran encontrar identidad ni oportunidades reales, es ahí donde el crimen organizado ha ocupado ese vacío ofreciendo pertenencia y sentido a una generación abandonada. Frente a esa realidad, el Estado decide meterse con uno de los últimos refugios de la juventud —los videojuegos— como si encarecerlos fuera a resolver la violencia que se vive o a devolverles un horizonte que hoy no tienen. ¿Cuántos delitos evita un impuesto? ¿A cuántos jóvenes se rescata de las garras de los delincuentes?
El riesgo es inminente, cuando un gobierno empieza a ver a la juventud como amenaza, abre la puerta a políticas peligrosas. Nepal empezó bloqueando redes y terminó sumido en una crisis nacional. Allí, la censura unió a los jóvenes más que cualquier discurso. Los organizó. Les dio un enemigo claro: el miedo del poder. México va por un camino que se parece demasiado.
No estamos ante un simple impuesto, estamos ante una visión que cree que la juventud debe ser vigilada y corregida, no escuchada. Una visión que prefiere controlar los espacios antes que abrir oportunidades. Una visión que olvida que los videojuegos, como las redes, son también refugios, comunidades, lugares donde las y los jóvenes construyen identidad y se expresan sin miedo.
Nepal lo mostró con claridad: un gobierno que intenta silenciar a su juventud termina despertando una fuerza mucho más grande de la que puede contener. México está a tiempo de aprender esa lección antes de repetirla.
