Opinión

Un miércoles, cinco extraños y una mesa

cena con amigos
cena con amigos

Para leer con: “Times Like These”, de Foo Fighters

La amistad es un músculo que se atrofia con rapidez. No porque falte gente alrededor, sino porque dejamos de ejercitarla: repetimos las mismas mesas, hablamos con las mismas voces y confundimos la comodidad con el vínculo. A fuerza de rutinas, horas metidos en pantallas y hasta encierros en pandemias, la posibilidad de conocer a otros se ha vuelto una rareza y sentarse con desconocidos empieza a oler a imprudencia. Con esa mezcla de curiosidad y recelo, acepté el reto que lanza la app de Timeleft.

La premisa es simple: llegar solo a una mesa donde te espera un grupo de personas que no conoces. La app hace el resto. Eliges la zona de la ciudad, pagas tu lugar y, horas antes, recibes apenas dos datos: el restaurante y la industria en la que trabaja cada comensal. No hay fotos ni perfiles editados. El misterio, hoy tan raro, se conserva.

Esa noche compartí mesa con un especialista en instalaciones de energía eléctrica, un profesional del turismo ya retirado, un experto en comida para aviones y un mexicano que regresaba al país después de años de haber vivido en Montreal. Un grupo que, fuera de ese algoritmo, difícilmente habría coincidido. Al principio la conversación avanzó por cortesía: trayectorias, lugares comunes, frases de entrada. Pero bastó que alguien mencionara la economía para que la mesa se volviera otra cosa: un pequeño foro donde cada quien hablaba desde su experiencia, no desde una trinchera.


En ese punto recordé a Jerry Seinfeld y su idea de que después de los 30 años es imposible hacer nuevos amigos. El chiste funciona porque describe una renuncia: dejamos de exponernos. No es que falte capacidad para vincularnos, sino escenarios a los que la voluntad no descarte a la primera. Una cena con desconocidos no refuta a Seinfeld; solo introduce una excepción.

Hablamos de política sin levantar la voz, de trabajo sin medirnos, de dinero sin fingir desinterés. Escuchamos más de lo que defendimos. Descubrimos afinidades que no estaban en la ficha técnica: dudas compartidas, expectativas políticas y apuntes quirúrgicos sobre futbol.

La cuenta llegó y se dividió sin drama. No hubo promesas ni intercambios forzados de contactos. Cada quien volvió a casa con algo discreto pero poco común: el conocimiento de cuatro personas que, de otro modo, no existirían en su historia personal.

La app funciona porque no promete amistades ni epifanías. Ofrece algo más modesto y necesario: una interrupción al aislamiento. Usa la tecnología no para retenerte, sino para sacarte de la pantalla y sentarte frente a otros.

Puede que eso sea lo notable del experimento de Timeleft: no lo que ocurre durante la cena, sino lo que se suspende por un par de horas. El monólogo interior, la sospecha automática, la idea de que el otro es un estorbo. Frente a un plato compartido, esas certezas pierden fuerza.

Al final entendí que no se trataba de hacer amigos nuevos, sino de recordar que aún sabemos convivir. A veces, una mesa basta para comprobarlo.

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