Opinión

La semana en que la ciudad habla bajito

Calles de la CDMX lucen desiertas en Navidad del 2023
Calles de la CDMX lucen desiertas en Navidad del 2025 (Foto: Cuartoscuro) (Denisse Hernández Rubio)

Para leer con: “Todos duermen”, de Gustavo Cerati

La ciudad no se va de vacaciones: baja el volumen. Entre Navidad y fin de año, la urbe ensaya un susurro que no le conocíamos. El tránsito, ese idioma áspero que solemos hablar a claxonazos, se vuelve una lengua muerta. Los semáforos cambian de color para nadie. Los pasos peatonales parecen una cortesía excesiva. Es la única semana en la que cruzar una avenida no implica negociar con el destino.

Las oficinas apagan sus luces como si se declararan en huelga contra los deadlines. Las sillas giratorias descansan de su vocación circular. Los elevadores, habituados a transportar ansiedad en cápsulas silenciosas, suben vacíos, como si también ellos se preguntaran para qué. En los edificios corporativos, el silencio no es ausencia: es una memoria que por fin se escucha. La ciudad, acostumbrada a competir consigo misma, deja de correr y descubre que tiene rodillas.

Los comercios operan a medio gas, una expresión que en estos días resulta precisa: el motor sigue encendido, pero la velocidad ya no obedece órdenes. Las cortinas metálicas se quedan a medio cerrar, como párpados que no quieren dormir. Los vendedores atienden sin prisa y ese pequeño milagro cambia la calidad de la mirada. Se conversa. Se recomienda. Se admite que no hay stock. La verdad, cuando no urge, se vuelve una forma de cortesía.


Hay ciudades que solo se entienden cuando callan. En la voz baja aparecen detalles que el ruido había desterrado: el eco de los pasos en un pasillo, el olor a pan recalentado que insiste en ser desayuno, la conversación telefónica que ya no se esconde en un mensaje de WhatsApp. La ciudad, liberada de la obligación de producir, revela su perfil doméstico. No trabaja: habita.

La pausa, sin embargo, no es homogénea. Hay quienes no pueden permitirse este descenso del volumen. La ciudad también habla en susurros desiguales. Para algunos, el silencio es un lujo; para otros, una alarma. Aun así, algo común sucede: el mandato de la prisa pierde autoridad. Se responde “al rato” sin culpa ni diminutivo. Se pospone sin explicaciones. La urgencia, ese dios menor al que sacrificamos el tiempo, acepta una semana sabática.

En la ciudad en voz baja, el tiempo se estira. No porque sobre, sino porque deja de empujar. Los relojes siguen marcando horas, pero ya no dan órdenes. El calendario se toma unos días. En su ausencia, los cuerpos ajustan cuentas. El cansancio, ese idioma universal, encuentra una sintaxis más amable.

Las calles vacías producen un efecto moral. De pronto, la ciudad parece más justa. No lo es (nunca lo ha sido), pero la ilusión funciona como tregua. Sin filas, sin embudos, sin carreras, creemos que el orden es posible. Confundimos la baja densidad con armonía. La ciudad no se volvió mejor: se volvió legible.

Hay un riesgo en esta calma: idealizarla. Pensar que así debería ser siempre. Olvidar que el ruido también es vida, que el bullicio no solo estorba: convoca. La ciudad en voz baja no propone un modelo; lanza preguntas. ¿Qué parte del estruendo es necesaria y cuál es mera costumbre? ¿Qué urgencias son reales y cuáles aprendimos a obedecer? ¿Con base en qué nos relacionamos con esta ciudad?

Al caer la tarde, la luz se queda más tiempo en los muros. No porque el sol se apiade, sino porque nadie lo corre. Los parques recuperan su vocación de espera. Los bancos vuelven a servir para sentarse. Parece obvio, pero no lo es. La ciudad, cuando calla, recuerda para qué fue inventada.

Luego, casi sin avisar, el volumen sube. Regresan los correos, los pendientes, el tráfico con su diccionario de insultos. La urgencia y la ansiedad retoman el micrófono. Pero algo queda: un eco. La memoria de una semana en la que la ciudad habló bajito y, por eso mismo, dijo más.

Ese puede ser el verdadero ritual de fin de año: no atragantarse de uvas, el conteo regresivo, ni la promesa solemne, sino la experiencia de escuchar la ciudad cuando deja de competir por atención. Aprender, aunque sea por unos días, que vivir no siempre implica acelerar. Que a veces basta con bajar la voz para entender el mensaje.

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