Opinión

La Leyenda del Cuarto Rey Mago: La Verdadera Misión de Diciembre

Navidad
La historia del Cuarto Rey Mago

Las fiestas de fin de año, más allá de la pirotecnia y el consumo, nos llaman a un ideal profundo de amor y hermandad. Sin embargo, ¿qué pasa cuando la presión por la “cena perfecta” nos aleja del verdadero significado de la comunión? Existe una vieja leyenda, profundamente arraigada en la tradición occidental, que nos recuerda dónde reside el verdadero espíritu de encuentro: la historia del Cuarto Rey Mago.

Aunque los relatos bíblicos solo mencionan a Melchor, Gaspar y Baltasar, esta tradición apócrifa introduce a un cuarto sabio, a menudo llamado Artabán. Originario de Persia, compartía la visión astronómica de sus hermanos y se preparó para unirse a ellos en el viaje a Belén, portando tres joyas magníficas como ofrendas al recién nacido Rey.

El plan era reunirse en el lugar acordado para emprender la travesía juntos. Pero la estrella guía apenas se alzaba en el horizonte cuando Artabán encontró su primer dilema: un anciano mercader, conocido por su honestidad y bondad, yacía moribundo a la orilla del camino, víctima de una extraña enfermedad. Artabán, que era médico además de astrónomo, supo que si se detenía, perdería a la caravana; pero si continuaba, el hombre moriría solo. La compasión triunfó. Detuvo su marcha, usó la primera de sus joyas para pagar los cuidados del anciano y, cuando terminó su labor de caridad, sus hermanos ya se habían ido.

Su búsqueda se había demorado, pero no se detuvo. Durante los siguientes treinta y tres años, la vida de Artabán se convirtió en una constante sucesión de encuentros. Cada vez que estaba a punto de alcanzar a sus hermanos o de llegar a un lugar que la estrella había señalado, se cruzaba con la miseria: un esclavo encadenado, un niño abandonado, una familia en extrema pobreza. En cada ocasión, su corazón le impidió pasar de largo. Las otras dos joyas, destinadas al Rey, fueron utilizadas para liberar al esclavo y para salvar a los inocentes.


La leyenda culmina en Jerusalén. Artabán, anciano y cansado, finalmente llega a la ciudad. No encuentra un palacio ni un pesebre, sino una multitud congregada alrededor de tres cruces en el Monte Gólgota. Desesperado, se lamenta por no haber cumplido su misión, sintiendo que sus ofrendas fueron desperdiciadas y que había fracasado al no llegar a tiempo.

Pero en ese momento, una voz etérea le habló, suavemente: “Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; fui forastero y me recogiste; estuve desnudo y me cubriste; enfermo, y me visitaste; en la cárcel, y viniste a mí”. Artabán preguntó cuándo lo había visto, a lo que la voz contestó: “De cierto te digo que en cuanto lo hiciste a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hiciste”.

La lección de Artabán es la gran enseñanza de la Navidad. El verdadero encuentro no siempre está en el punto final de nuestro destino o en la mesa lujosa que nos exige el consumismo. La verdadera comunión y el auténtico lema de compasión se cumplen en la ruta, en el gesto de detenerse, mirar a los ojos del prójimo y usar lo que tenemos (sea tiempo, dinero o un regalo preciado) para aliviar su carga. La misión navideña no es esperar a que la felicidad venga a casa, sino salir al encuentro de la necesidad.

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