Las luces de invierno no son un simple adorno ni gesto estético superficial. Son una intervención emocional sobre el espacio público.
Émile Durkheim llamó “efervescencia” a esa emoción compartida que ayuda a los individuos a recordar su pertenencia a algo más grande. Los adornos decembrinos no sustituyen políticas estructurales, pero crean un terreno emocional donde la comunidad se reconoce como tal.
Los entornos bien iluminados incrementan la permanencia en el espacio público y fortalecen interacciones positivas entre desconocidos. Por eso, no es casual que las ciudades apuesten por iluminación festiva.
En la Ciudad de México, las luces de invierno en el Zócalo se insertan en esa lógica. Bajo la gestión de Clara Brugada, el espacio público ha sido pensado no solo como lugar de tránsito, sino como escenario de convivencia.
La iluminación se acompaña de actividades culturales, presencia institucional y una narrativa de ciudad que invita a quedarse. Eso importa.
Aquí aparece una oportunidad política de fondo hacia 2026. La cultura cívica se construye con experiencias reiteradas donde la ciudadanía se siente parte, no usuaria.
El fin de año es particularmente fértil para este proceso, es un momento de balance, de cierre simbólico, apertura a lo nuevo. En términos políticos, ese clima emocional es clave y fortalece la participación.
Para 2026 el reto será convertir ese momento emocional en cultura cívica sostenida. Aprovechar la disposición anímica que generan los festejos para reforzar mensajes de cuidado del espacio, respeto al otro, participación comunitaria.
Brugada ha insistido en una ciudad donde lo público vuelva a ser lugar de encuentro y no de disputa. Las luces de invierno dialogan con esa visión, son una política con efectos acumulativos que normaliza la idea de una la ciudad disfrutable, compartida y segura.
Empezar por encender la ciudad es una forma discreta pero poderosa de volver a encender el sentido de comunidad.
