Hay una escena que muchas hemos vivido: una niña pequeña en la mesa, con una tablet frente a ella. No llora. No grita. No interrumpe. Parece tranquila. Y tú, agotada, respiras. Finalmente puedes hablar, terminar tu comida, contestar un correo. Todo parece estar bajo control.
Hasta que una noche, te das cuenta de que esa misma niña ya no juega como antes. Que su mirada se pierde entre notificaciones. Que su risa suena menos. Que su paciencia se esfuma en segundos. Y entonces, una pregunta incómoda aparece: ¿cuánto le está costando esa “tranquilidad”?
En The Anxious Generation, el psicólogo Jonathan Haidt nos da una respuesta tan dura como reveladora: desde que los celulares y redes sociales entraron en la vida de los niños —especialmente después de 2010— la salud mental de toda una generación se ha desplomado. Ansiedad. Depresión. Soledad. Autolesiones. Todo va en aumento. Todo en silencio.
Y lo más alarmante es que esto ocurre justo en los años más vulnerables del desarrollo emocional. Porque mientras creíamos que un poco de tecnología “no les haría daño”, nuestros hijos dejaron de correr, de aburrirse, de imaginar, de aburrirse —sí, ese aburrimiento que solía ser semilla de creatividad—. Cambiaron las bicicletas por pantallas. Los escondites por seguidores. Y los abrazos reales por likes que duran tres segundos.
Haidt lo resume así: les dimos una infancia digital, pero les quitamos una infancia real.
No se trata de asustarnos, sino de despertarnos. De recordar que no todo lo moderno es progreso. Que lo fácil no siempre es lo mejor. Que lo urgente, muchas veces, es volver a lo esencial.
Él propone algo que suena radical, pero que cada vez más expertos respaldan: no smartphones antes de los 14, ni redes sociales antes de los 16. Teléfonos fuera del aula. Y más que nunca: juego libre, tiempo sin pantallas, espacios donde los niños puedan volver a ser… niños.
PUBLICIDAD
Porque criar en estos tiempos no es fácil. Porque estamos cansadas. Porque vivimos sobrepasadas. Pero también porque somos mujeres que sostienen el mundo con amor. Y porque si hay alguien capaz de poner límites por amor, somos nosotras.
Quizá no podamos cambiar el mundo de un día para otro, pero sí podemos empezar hoy en casa. Apagar la pantalla. Mirarnos a los ojos. Escuchar con presencia. Y recuperar, poco a poco, esa infancia que nunca debimos soltar.
Porque todavía estamos a tiempo. Porque no hay algoritmo que sustituya a una mamá que mira, abraza y dice: “aquí estoy”.