Imagina vivir en un mundo donde los sonidos se sienten más intensos, las luces más brillantes, y las palabras ajenas más difíciles de descifrar. Así es, en parte, el día a día de muchas personas dentro del espectro autista, una condición neurológica que no se ve, pero se siente. Y aunque el autismo es cada vez más mencionado, sigue siendo, para muchas familias, un enigma que se descubre tarde, a veces demasiado tarde.
El Trastorno del Espectro Autista (TEA) no es una enfermedad. No es algo que deba “curarse”. Es una condición del neurodesarrollo que afecta la forma en que una persona percibe el mundo, se comunica y se relaciona. Y aunque el diagnóstico se da con mayor frecuencia en la infancia, muchos adultos también viven con autismo sin saberlo.
Según datos de la OMS, 1 de cada 100 niños en el mundo está dentro del espectro. En México, los números podrían ser mayores, pero la falta de diagnósticos tempranos y de información accesible hace que hasta el 75% de los casos no se detecten a tiempo. Esto retrasa intervenciones clave que pueden mejorar su calidad de vida, su aprendizaje y su integración.
Pero ¿cómo saber si un niño —o incluso un adulto— está dentro del espectro? Las señales pueden variar mucho, pero hay algunos signos comunes que pueden alertar a padres, cuidadores y maestros:
- Dificultades para socializar: les cuesta iniciar o mantener conversaciones, hacer amigos o entender las normas sociales no escritas.
- Lenguaje limitado o repetitivo: algunos niños no desarrollan lenguaje verbal, o lo hacen más tarde. Otros repiten frases sin sentido funcional o usan un tono plano.
- Intereses intensos y conductas repetitivas: pueden obsesionarse con un tema específico (trenes, planetas, números) y repetir movimientos como aletear, balancearse o alinear objetos.
- Hipersensibilidad sensorial: luces, sonidos o texturas que para otros son normales, en ellos pueden causar incomodidad o incluso dolor físico.
- Resistencia al cambio: se sienten más seguros con rutinas fijas. Cualquier alteración puede generar ansiedad o berrinches intensos.
Es importante aclarar que no todos los niños con estas características tienen autismo, pero si se observan varios de estos signos de manera constante, vale la pena consultar a un especialista. Un diagnóstico no es una etiqueta: es una herramienta para comprender, para apoyar, para liberar a las familias del miedo y la incertidumbre.
La detección temprana hace la diferencia. Con acompañamiento adecuado —desde terapias del lenguaje hasta intervención conductual—, muchos niños en el espectro logran desarrollar habilidades que les permiten comunicarse, aprender y vivir de manera plena.
Pero la inclusión no empieza en la consulta médica: empieza en casa, en la escuela, en el parque. Comprender que no todos aprenden igual, que no todos miran a los ojos o juegan del mismo modo, es dar un paso hacia la empatía real. Hacer espacio para lo distinto no solo en el discurso, sino en la práctica cotidiana.
El autismo no es un obstáculo. Es una forma distinta de ser. Y si aprendemos a mirar más allá de los comportamientos, quizá descubramos que no se trata de que ellos se adapten al mundo, sino de que el mundo empiece a hablar todos los idiomas del ser.