Desde las primeras horas del domingo, el panteón municipal de Querétaro, en la colonia Cimatario, se convirtió en un lugar de vida, color y memoria, al recibir a miles de familias que acudieron a honrar a sus seres queridos fallecidos. Las puertas se abrieron para dar paso a una tradición que, año con año, reúne generaciones en un ritual que combina solemnidad, convivencia y respeto por quienes ya no están.
Desde temprano comenzaron a formarse en la entrada principal, donde personal municipal y de seguridad revisaba mochilas y bolsas para garantizar un acceso seguro, prohibiendo el ingreso de objetos no permitidos.
En los alrededores del panteón, los puestos de flores daban cuenta de la magnitud del evento. Las flores de cempasúchil fueron las más demandadas, aunque también se ofrecían de diferentes tipos. Los visitantes recorrían los puestos cargando ramos, veladoras, fotografías y herramientas para embellecer las tumbas.
Dentro del camposanto, el panorama era un reflejo de amor y memoria. Las tumbas lucían adornadas con esmero: algunas con grandes arreglos florales, otras con una sencilla veladora o una fotografía enmarcada, pero todas marcadas por el gesto cariñoso de quienes regresan a dialogar con sus muertos. Familias enteras, desde abuelos hasta nietos, se distribuían entre las secciones del panteón, limpiando lápidas, quitando hierba crecida o repintando los nombres opacados por el tiempo. En los pasillos, hombres ofrecían servicios como limpieza de tumbas o acarreo de agua, recibiendo a cambio una cuota voluntaria. Estas actividades no solo embellecían el lugar, sino que también representaban una fuente de ingresos para muchos durante esta fecha.
El sonido de la música llenaba el aire, mezclándose con las risas, las oraciones y las pláticas. Mariachis, tríos y solistas recorrían los senderos ofreciendo “paquetes” de canciones: melodías que los difuntos disfrutaban en vida, que evocaban recuerdos compartidos o que simplemente acompañaban el momento.
La mayoría de los visitantes permanecían durante horas, algunos rezando en silencio, otros compartiendo anécdotas. El ambiente era de una ternura colectiva, donde la tristeza se transformaba en un acto de amor y comunidad. No había llanto desconsolado, sino una calma que unía a los vivos con los ausentes.
A la salida, un módulo municipal atendía dudas sobre trámites funerarios y recordaba la importancia de mantener al corriente los derechos de uso de las sepulturas. “Hasta morirse cuesta”, bromeaban algunos, aunque el comentario no opacaba el espíritu de la jornada.

