"Hermosa carretera mexicana asesina", columna de Diego Osorno

Columna Lo que nos trae aquí

En una línea recta con horizonte hermoso aceleran los coches al máximo. A los lados la acompaña pradera verdiazul, a ratos incluso color oro. No bordea a la carretera ninguna curva peligro­sa. Cero acantilados de vértigo o barrancos del diablo a la vista.

Sin embargo, en el llano de las orillas, mientras los automóviles avanzan, sobresalen cruces cristianas de pequeños altares. No es una o dos, son varias, levantadas en memoria de los muchos muertos del camino. Muertos viejos porque las cruces cristianas están oxidadas y la pintura de los basamentos descarapeló.

Tantas cruces no pasan desapercibidas. Más en una carretera de apariencia benévola, en la que los riesgos no se ven. El nombre correcto de los pequeños monumentos fúnebres es el de cenotafios. Los cenotafios nos recuerdan un México que, en el inicio de su transición democrática, conseguirá tener bajo su tierra una población de habitantes muertos tan vasta como la de sus habitantes vivos. Es ese México-panteón que ciertas carreteras nos recuerdan, nos piden tenerlo presente.

Esta carretera en la que aparece el desierto de lo real va de Torreón a Durango, a la altura del tramo de Cuencamé.

¿Por qué una carretera recta y bien pavimentada se convirtió en una carretera asesina?

La historia de los muertos incesantes de la carretera de Cuencamé comenzó en los ochenta. Algunas vacas pastaban en llanos aledaños y entraban al camino cuando se les daba la gana. Los traileros que no alcanzaban a esquivarlas o a frenar, impactaban sus moles en movimiento y podían morir ipso facto. Con más de un trailero sucedió así.

Los traileros suelen ser una manada nó­mada muy unida cuando se une. En los paradores a la redonda -–cuevas ruido­sas con cerveza y café en las que para entrar no hay tanto problema, aunque salir ileso o incluso vivo implica conocer la contraseña adecuada– un grupo de traileros acor­dó ha­cer algo en torno al problema de las vacas de Cuencamé. Porque pese a los accidentes, nadie impedía que esas vacas anduvieran por la carretera como por su llano, provo­cando la lenta masacre de traileros norte­ños.

Había que ser prácticos (en el norte mexicano, se constatará más adelante aquí, el pragmatismo es arte). Lo que se decidió fue que todos los traileros deberían armarse de ahora en adelante. Cuando vieran vacas de Cuencamé pastando, incluso a cinco metros de la carretera, dispararían contra ellas de inmediato desde el volante. La doctrina del ataque preventivo no la in­ventó Rumsfeld para invadir Irak, sino aquel grupo de traileros en pie de guerra.

La medida hizo que disminuyera el índice de mortalidad trailera en esa zona. Vacas perforadas a tiros y rodeadas por nubes de mos­cos amanecían en los llanos entre Torreón y Durango.

El problema fue que los dueños de las vacas reaccionaron. Decidieron armarse y turnar a sus mejores capataces, o ellos mismos, para esperar, atrincherados, en la orilla del camino, a traileros que disparaban contra vacas.

Repuntó de nuevo el índice de mortalidad trailera en Cuencamé. Y se tuvo que crear un índice de mortalidad para ganaderos locales.

Los Zetas todavía no existían y Felipe Calderón acababa de hacer la primera comunión en Morelia. No había a quién echarle la culpa, más que a la carretera, del moridero.

Aquella estúpida matazón en Cuencamé du­ró semanas.

De aquella carretera ahora sólo quedan cruces de traileros y ganaderos muertos absurdamente.

Aquella estúpida matazón en Cuencamé duró semanas.

Luego la policía federal de caminos, con ayuda de una reforma legislativa express, consiguió el armisticio de los bandos: de ahora en adelante, los ganaderos no debían permitir que ninguna vaca pastara asfalto y, en caso de que hubiera una haciéndolo, los mismos policían contaban con la facultad legal para disparar y matarla.

De aquella carretera ahora sólo quedan cruces de traileros y ganaderos muertos absurdamente.

P. D. MADRASTRAS

Hago en estos días de abril un viaje geométrico por ciudades y pueblos del norte mexicano, acompañado por una canción de rock hecho en Coahuila. Se llama Huracán, y la toca el grupo Madrastras, en el que el vocalista es el escritor Julián Herbert, quien acaba de publicar la novela Canción de tumba (Mondadori, 2012). Huracán es un terco zumbido musical que me persigue día y noche. Como el terco zumbido que quizá persiga ciertas consciencias por la matazón en el norte mexicano.

Desde que oí la canción de Madrastras, no sé bien por qué, me puse a pensar en la carretera de Cuencamé: si un pequeño tramo carretero de México pudo volverse un sitio tan criminal y asesino de un momento a otro, a causa de unas vacas, ¿cómo hacer un análisis preciso e iluminador sobre las razones detrás de la muerte incesante hoy en día, por ejemplo en Tamaulipas, el estado donde, haya cenotafios o no, ha ocurrido la mayor parte de la matazón nacional de los tiempos de la democracia?

De lo que sucede en Tamaulipas y todavía no se sabe habrá que empezar por las cruces. Miles de cruces.

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