Siempre quise escribir, aun cuando decidí estudiar Periodismo, en mi agenda oculta siempre estuvo el “algún día” escribiré un libro. Una cosa posponía a la otra y 13 años más tarde −y muchos, muchos reportajes y crónicas después−, heme aquí, construyendo una torre de naipes para publicar mi primer cuento.
Yo tengo dos hijas, una de carne y hueso, y otra de tinta e imaginación. La primera se llama Sofía y acaba de cumplir tres años. La segunda, Isabel y va para seis.
A uno no le dicen en la escuela que el tiempo de gestación para “parir” un libro puede ser tan largo. Los elefantes, que son los mamíferos con los embarazos más lagos, les toma 24 meses. O sea, que hasta para los paquidermos voy un poco atrasada.
Dejen les cuento de Isa −como yo la llamo−. Tiene nueve años y, como casi todos los niños, tiene miedo a la oscuridad, sólo que ella tiene una muy buena razón para temerle y es que… la noche ruge su nombre. ¡Qué bonito cuento para niños! ¿no?
Creé a Isabel para ser un cuento de terror infantil, pero en el camino ella tomó su propio camino y decidió que sería una historia fantástica (así son los hijos de voluntariosos). El giro en mi historia viene cuando sentí las contracciones. Isabel estaba casi lista y me empezaron a dar los dolores de parto.
Lo curioso fue que, en lugar de buscar una editorial para publicar el cuento, como dictan las buenas costumbres, sentarme a esperar la decisión de los dictaminadores −unos personajes que leen los cientos de propuestas que llegan a los editores de libros, antes de que éstos siquiera los toquen− y la posterior a los editores −algo así como unos seis meses, si bien me iba y con la suerte de que o se le traspapelara a nadie−, opté por el crowdfunding.
¿Un crowd… qué? Fondeo colectivo, pues. Uno sube una propuesta a una plataforma en internet de crowdfunding y corre la voz entre conocidos y desconocidos, esperando que Juanito recuerde cuando le diste de tu sándwich en el recreo, que Chonita tenga en cuenta la vez que te echaste la culpa para salvarla a ella, y que Paquito no haya olvidado todas las horas-chela escuchando sus ideas existencialistas, y, así, que todos corran a apoyar el proyecto −tu sueño− que por fin te animaste a ventilar. (ADVERTENCIA: En la práctica esto no siempre sucede así. A Juanito se le olvidó el sándwich, Chonita siempre te dice que “en la quincena” y Paquito ya ni te habla. Serenidad y paciencia).
En México, el crowdfunding llegó de la mano de Fondeadora en 2011 (en Estados Unidos existe desde 2003, con ArtistShare, que se enfocaba en apoyar a músicos).
Pero siendo honestos, el fondeo existe desde siempre. Seguramente lo practicaste cuando querías comprar ese juego carisísisisimo y entonces recurriste a tu papá, tu mamá, tu abuelita, tus tíos y a quien se dejara, para hacer la coperacha. Pues, bien, la tecnología sólo lo flexibiliza y magnifica su alcance. Y lo mejor, mejor, de todo, es que nos da esa oportunidad de recurrir a nuestra gente, a nuestra familia, amigos, a nuestra comunidad a apoyarnos en un proyecto propio, para alcanzar un sueño que, quizá, sin su ayuda, no sería posible.
El crowdfunding nos hace dejar de pensar en lo individual y pensar más en los otros. Nos obliga a ponernos en los zapatos del otro y eso, por sí mismo, es maravilloso.
Pero no soy la única que piensa así. Fondeadora ha recaudado 132 millones de pesos para 1, 472 proyectos exitosos y su tasa de bateo no está tan mal, pues el 54% de los emprendimientos llegan a la meta. Y todo gracias a casi 100,000 fondeadores que le entran para apoyar los sueños de otros.
Tampoco crean que se trata de caridad, cada proyecto establece sus recompensas. Y en otro post hablaremos de algunas personalidades que han lanzado sus proyectos gracias al fondeo colectivo.
Bueno, pues en estas metí a Isa, que ya tiene su hashtag #SalvaAIsa, y si quieres (por favor, quiere) puedes apoyar en https://fondeadora.mx/projects/salva-a-isa/ y seguirla en Facebook.com/SalvaAIsaBook.