La justicia en apego al Estado de Derecho no se percibe como justicia, aunque lo sea por Ley, ¿por qué? Porque los mexicanos estamos desencantados de ver cómo el tráfico de influencias, las complicidades en las redes de corrupción o el “compadrazgo” hacen que “no existan” pruebas suficientes como para castigar la magnitud de los delitos.
Por eso, no es casualidad que el enojo invada a una sociedad que desconfía de las instituciones encargadas de la justicia, porque mientras algunos tienen sentencias de décadas de años en prisión por robar comida o algo de la tienda, otros que comenten delitos mayores o de alto impacto, prácticamente, no les pasa “nada”.
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La raíz de la impotencia de la gente por la condena de Javier Duarte no es más que la expresión de rechazo ante tanta impunidad que da como resultado que “los delincuentes andan sueltos”, mientras que tal parece que la ciudadanía tendría que cuidarse de la alta peligrosidad que representa su “libertad”.
Uno de los mayores retos de México es fortalecer el sistema anticorrupción, pero también velar por el debido proceso y la rendición de cuentas de las instituciones en este tema. No podemos seguir llenando las cárceles de personas inocentes, pero mucho menos permitir llenar las calles de delincuentes sin castigo proporcional al daño que hacen. Que se haga justicia, es el clamor. Y en el caso de Javier Duarte no se ha hecho.