Opinión

A 20 años

Porque tú me viste como un árbol cuando apenas Dios / Diosa acababa de plantar la pequeña semilla. Porque nunca dejaste de creer. Porque a pesar de lo que todos veían, tú viste más allá de lo evidente, más allá de la superficie, mucho más allá del filo del horizonte, y te quedaste, te sostuviste para sostenerme.

Aunque sé que a veces te tambaleaban las piernas por librar tus propias batallas, nunca me soltaste de la mano. Me diste la confianza más grande que se le puede regalar a un ser humano: el camino de vuelta a la confianza en sí mismo, porque aunque nunca me dejaste solo, me enseñaste cómo agarrarme de mi propio centro.

Tu mirada amorosa siempre traspasó la nebulosidad del entorno y con ese simple acto fuiste haciendo translúcida mi propia visión interior. Mis gustos, mis juegos y mis pasatiempos favoritos, para ti fueron cosa seria, objeto de toda tu atención y respeto; por eso se pudieron convertir en lo que hago.

A veces hasta sospecho que supiste de mi vocación desde que me viste por vez primera, y que los juegos no llegaron solos. Nunca me impusiste nada y, al contrario, sin sermones ni rollos de palabras, me enseñaste a ser yo mismo. Viéndote actuar, hablar y tratar con gentileza, me enseñaste el cuidado que debía tenerse al tratar a los demás.

Pero también, viéndote defender con fuego lo más sagrado, me enseñaste la frontera entre ser buenos y ser complacientes. Escuchándote me di cuenta que la verdad no peca pero incomoda, e incomoda más si se queda atorada en la garganta. Observándote me di cuenta de que si esta se dice, algo en uno se vuelve más grande. Casi todo lo que aprendí de ti siempre lo vi en acción, hecho vida, por eso sería que se grabó tan profundo en mí.

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Siempre que me caí estabas ahí, no para tirar de mí, sino recordándome que la verdadera fuente de fortaleza estaba dentro del Ser de cada uno, en un templo inquebrantable, como un punto de luz. A pesar de regarla o de hacer las cosas con torpeza nunca me ridiculizaste ni pusiste el dedo en la llaga, en cambio, me guiaste para que no dejara de creer que podía hacerlas y a no ser el gendarme de mí mismo.

Me mostraste tu alegría al abrigarme cuando hizo frío y al abanicarme cuando hacía demasiado calor, dejándome sentir que era un ser humano digno de ser amado. Escuchaste mis problemas por horas y horas, y en silenciosa compañía, no emitías veredictos. Aunque me regañabas cuando era necesario, sé que lo hacías en la más genuina de las expresiones de amor: corrigiéndome para evitarme sufrimientos innecesarios.

Me enseñaste que lo más solemne puede ser muy elástico, y que riendo y jugando se pueden atravesar los momentos más dolorosos de la existencia. Me invitaste sutil pero apasionadamente a voltear a ver las estrellas, a imaginar todo lo que existe detrás de ellas, y en un vaivén infinito, a seguir el hilo que conduce al centro del corazón.

Hiciste que la Tierra se sintiera más liviana y que habitarla se convirtiera en una aventura más feliz con todo y sus grandes penas. Incluso, poco a poco me fuiste enseñando a despedirnos como si fuera siempre la última vez. Por la incondicionalidad de ti conmigo en tu trazo inequívoco por el mundo, gracias, gracias, gracias, hermana. A 20 años.

En honra y honor a todos los seres que han creído en nosotros con la suficiente fuerza como para hacernos florecer con un simple pero majestuoso acto de fe. 

* Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las escribe y firma, y no representan el punto de vista de Publimetro.

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