El Presidente de la República ante la caída de su popularidad se ha tenido que allegar del proceso en contra del ex Director de Pemex, como distractor de los temas trascendentales en medio de esta pandemia.
Ha ordenado desde su palestra de las conferencias matutinas, se hagan públicas las declaraciones y evidencias que, al menos en el caso de Emilio Lozoya, se encuentren en análisis por la Fiscalía General de la República. Con ello, no sólo ha vulnerado la integridad de distintas personas que han sido exhibidas, sino que además, las ha declarado culpables de corrupción.
Desde la silla presidencial, Andrés Manuel López Obrador ha dictado quién deberá pasar por el banquillo de los acusados y quién no deberá hacerlo. Con ello, no sólo ha demostrado que usurpa funciones que no le corresponden, sino que evidencia su obsesión por concentrar los tres poderes de la Unión en su persona.
Con ello, ha decidido que las personas acusadas por Lozoya son culpables, por lo que pone en una posición complicada tanto a la Fiscalía General como al Poder Judicial. Hoy, ambas instituciones tienen una carga que nunca antes se había visto: cumplir con los mandatos del presidente, y con ello, vulnerar el debido proceso.
Con la excusa del combate a la corrupción, el primer mandatario dicta quiénes son los que deben ser juzgados por la opinión pública y los que no deberán ser exhibidos ni en los medios de comunicación ni en las redes sociales, como en el caso de su hermano, Pío López Obrador.
Es increíble que cuando se trata de Morena y de su familia, López Obrador no pida que se difundan los videos de «los moches» que se recibieron para sus campañas. Debería medirse con la misma vara a todas aquellas personas que cometen actos ilícitos y de corrupción, incluso cuando se trate de su partido o de su familia.