Si cada vez que entremos en una crisis vamos a tratar de usar todos los medios a nuestro alcance para sacar ventaja, entonces no podemos quejarnos de lo que nos espera. No me refiero solamente a lo que sucede con la desesperación que ya se siente para ser vacunados, sino prácticamente con la totalidad de los aspectos que comprenden nuestra convivencia social.
Estamos perdiendo de vista que nuestra mejor forma de salir delante de esta crisis es unidos, provocando los equilibrios que garanticen que a la persona al lado le irá igual de bien que a uno mismo. Sin entrar en reflexiones o en discursos filosóficos, la sola idea de estar preocupados por el vecino hubiera ayudado mucho a frenar los contagios y a construir un tejido social que estuviera preparado para, al menos, los últimos seis meses de esta pandemia.
Pero no ocurrió así. Nos cansamos, perdimos la confianza en las medidas oficiales y decidimos que era momento de recuperar una vida que no habíamos perdido en ningún momento, porque lo único que se nos ha pedido es quedarnos en casa, si podemos, y no visitar a nadie. De usar cubrebocas correctamente y gel antibacterial, mejor ni hablamos.
Estas actitudes están creando un desequilibrio difícil de medir en el país. Además de las divisiones por muchos motivos, la mayoría inútiles para que una sociedad avance, ahora estamos en una fase de “sálvese quien pueda”, la cual puede terminar afectándonos aún más.
La desorganización social ha demostrado que ni siquiera el país más rico o poderoso del mundo puede frenar una emergencia si sus ciudadanos no colaboran. Se ha hecho de todo en muchas naciones y las muertes y los contagios no se detienen; por eso, es que los castigos y las multas no parecen funcionar mucho más que el convencimiento, aunque este último tarde más tiempo.
Muchos países han tratado de todo, desde la sanción hasta el ridículo de ignorar la pandemia. No obstante, el efecto que tiene en el comportamiento del virus es inexistente, porque es un organismo al que le tiene sin cuidado cómo es que nos saboteamos cada vez que pudimos estar en posibilidades de reducir el impacto de esta nueva enfermedad.
Si el calendario de vacunación, espero, avanza como está previsto, justo en el momento en que saquemos la cabeza del agua vendrán las elecciones de medio término en México y se anticipa una guerra sin cuartel a la que también no le importa mucho este tipo de coronavirus.
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Nuestro papel entonces como ciudadanos es equilibrar el terreno social en el que nos movemos y en el que los políticos ocupan gracias a nuestra elección. Tenemos que asumir que somos nosotros los que contratamos a quienes terminan por convencernos de que sus iniciativas, sus propuestas y proyectos, e incluso su experiencia previa, es lo que necesitamos para resolver los problemas que nos aquejan.
Ninguno de los pendientes que sufríamos antes de esta contingencia se ha ido: la inseguridad, el desempleo, la falta de servicios de salud suficientes, tanto públicos como privados, y la corrupción, siguen presentes como si fueran inmunes a la Covid-19.
Estará en nuestras manos, de nuevo, emparejar el piso y exigir que las y los mejores puedan estar a cargo de la reconstrucción, que eso será, de la economía y del país en su conjunto en cuanto podamos estar en condiciones de regresar a una nueva realidad que será absolutamente distinta a lo que pensamos que viviremos cuando sea seguro convivir otra vez.