Para ser leídas con: “Beggin”, de Maneskin
Para convertirse en político se requiere lo contrario a lo que supone el término: cerrarse al más mezquino de los intereses y regodearse en compadrazgos, favores y ligas que tiendan a, exclusivamente, ver por uno. De esta manera se garantiza el deterioro del erario en favor de lo que realmente importa: los berrinches personales como bandera del movimiento.
La casa que los cobija —el partido político— nació bajo el mandato de fungir como enlace entre pueblo y gobierno. Pero el sentido común no administra razones: quien tenga ojos y oídos le queda claro que sobran argumentos para hacerlos a un lado tal como existen y operan. Basta que el Partido Verde siga ostentándose como operativo, para que cualquier cosa que se atreva a llamar “partido” se envuelva en papel estraza para esconderse en lo que resuelve tal dilema.
Pero, no. En política sobran las máximas aprendidas de otros más colmilludos, y una de ellas es que aquí todo se olvida, sin importar si se trata de caídas del sistema electoral, muertes inexplicables, desapariciones forzadas o arrebatos y amenazas contra otros políticos. Este tablero exhibe las más básicas formas de la especie.
Pero mientras duran las diligencias, se viaja, come, compra y despilfarra sin agenda y con libertad republicana. Todo es un buffet al servicio de quienes están dentro del club. Lo que sigue es convertirse en hábil agente con los rostros que la ocasión (no la nación) demande para defender diplomática e hipócritamente lo que no es de uno pero que le cayó del cielo. Hay que saber ser agradecido, ¿qué no?
Y es que, cuando uno cobra lo que un político, entiende su conducta. No hay promesa de campaña ni ideario político que resista tantos ceros y hasta la idea de un carro completo: familiares en puestos directivos, empresas fantasma, amigos dispuestos a lo que sea con tal del hueso y cualquier variedad de favores y complacencias bajo la seguridad de contar con un prestanombres. Demasiado bueno para durar tan poco: solo habrá seis años para reunir cuanto se pueda en esta carrera con la meta de asegurar el patrimonio. La vida suele ser ingrata hasta en la política.
Muerto el perro
De la manera inversa en la que un gato evita orinar su cama, nos hemos cegado al consentimiento y pleitesía de la cultura del “no hay consecuencias” o por lo menos “mientras a mí no me afecte, todo tranquilo”. Solo que, por definición, un político tiene el rol de representar al pueblo, no sacar provecho de él, aunque de manera pasiva se consienta con indolencia lo inverosímil, perpetuando así el modelo. (Aquí entrarían los aplausos acarreados)
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Pero como en política robar lo es, cuando se trata de 100 millones para arriba, no hay apuro en ir por bloques de 99, siempre y cuando se pertenezca al movimiento. El escaño, la curul o el fuero hacen lo que nada en la vida, saber que se es poderoso y que tal privilegio no fue resultado de una concesión: hubo trabajo coordinado para operar —hacer trampa— en alguna campaña y elección. Nada que los principios del partido pueda disfrazar.
Si se es prolijo en esto, será importante educar a los descendientes para que se enloden con esta misma brea, ya que la tentación máxima quedará al alcance del decreto: perpetuar el legado aprovechando la historia de favores sembrados con esmerada dedicación.
Mancillar el apellido de la familia no tendrá importancia cuando todo se carga a los gastos de representación. Y para eso está el pueblo: para mantener vigente el clima democrático de la nación y asegurar que —aunque sean evidentes el engaño, la trampa y el descaro— aquí no pasa nada.