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Periodista de AP añora civilidad perdida en Congreso de EEUU

El periodista de AP Alan Fram posa para una foto en la rotonda del Capitolio en Washington el 23 de agosto del 2022. Fram, a punto de jubilarse tras cubrir durante cuatro décadas el Congreso, dice que añoara la civilidad que imperó en el pasado en ese AP (Jacquelyn Martin/AP)

Cuando los demócratas perdieron la mayoría que habían tenido durante cuatro décadas en la Cámara de Representantes, observé un gesto que hoy sería impensable. Al anochecer del 29 de noviembre de 1994, permitieron que el republicano de más jerarquía de ese bloque presidiese ese órgano por un rato.

Fue una demostración de cariño y respeto hacia el líder de la minoría Bob Michel, que se retiraba tras servir 38 años en la cámara baja, controlada durante todo ese tiempo por los demócratas. Michel se abrazó con Tom Foley, el presidente saliente de la cámara, a ser reemplazado por un republicano.

Los republicanos acababan de conseguir la mayoría de la mano de Newt Gingrich, un político aguerrido muy distinto a Michel, que siempre buscó el consenso.

Esa relación entre los líderes de los dos partidos es algo del pasado. Fue reemplazada por desconfianza y hostilidad, reflejada en los magnetómetros que deben cruzar los legisladores antes de entrar a la cámara.

La presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi, demócrata, hizo instalar los detectores de metales, a pesar de las objeciones de los republicanos, tras el brutal ataque del 6 de enero del 2021, en que una turba partidaria de Donald Trump tomó el Congreso. Los demócratas también expresaron preocupación por los republicanos que portan armas.

Ahora que me jubilo después de cubrir durante cuatro décadas el Capitolio, el contraste y las fuerzas que hay detrás suyo ilustran por qué me gustó tanto cubrir el Congreso y también las razones por las que últimamente me sentí tan desencantado.

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El Congreso está dominado por maestros en el arte conseguir concesiones que han sobrevivido a las despiadadas manipulaciones de los políticos más ambiciosos. Cubrirlos es como asistir a un impactante drama de Broadway, excepto que tienes la oportunidad de conversar con los protagonistas.

En un episodio irónico, vi a Gingrich en 1998 despotricar contra los conservadores que lo encumbraron porque se opusieron al acuerdo que había sellado con el presidente Bill Clinton. Gingrich los describió como un “bloque de perfeccionistas”, en una aparente defensa de las concesiones que hay que hacer al gobernar. Al poco tiempo anunció su retiro del Congreso.

Cerca de la medianoche del 11 de septiembre del 2001, vi como demócratas y republicanos, en una muestra de solidaridad, cantaron “God Bless America” en la escalinata del Capitolio.

Con aires triunfales, Pelosi levantó el mazo en el 2007, cuando pasó a ser la primera mujer que presidía la cámara. Dijo que era un enorme avance “para nuestras hijas y nietas”.

Ocho años después, vi la emoción en los ojos del presidente de la cámara baja John Boehner, un ferviente católico, al recibir al papa Francisco, a quien había invitado al Congreso.

A la mañana siguiente vi el estupor en los rostros de los republicanos cuando Boehner anunció que se iba, cansado del acoso de una nueva generación de conservadores de extrema derecha agrupados en el House Freedom Caucus.

Demócratas y republicanos aplaudieron cuando el número tres de la jerarquía republicana Steve Scalise ingresó cojeando al salón de la cámara en el 2017, tres meses después de sufrir graves heridas cuando un individuo empezó a los tiros durante una práctica del equipo de béisbol de los republicanos.

He visto muchos cambios. Desde la llegada de Pelosi a la cámara en 1987, la cantidad de mujeres subió de 25 a 146. Hay unos 130 legisladores de minorías, comparado con los 38 de entonces.

También fui testigo de grandes turbulencias. A partir del 2017, con el surgimiento del movimiento #MeToo, el senador demócrata Al Franken y otros legisladores renunciaron por denuncias de acoso sexual.

Tuve un encuentro divertido con un presidente que acababa de asumir en el 2001. Yo estaba en un salón ceremonial del Senado en el que los presidentes firman una serie de documentos después de pronunciar su discurso inaugural. A mi lado, estaba el presidente George W. Bush. Traté de atraerlo hacia mí con una pregunta casual: “Entonces, ¿cómo estuvo la cosa?”. Bush respondió la que seguramente fue la primera pregunta que se le hizo como presidente con un cortés, “Bien”.

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Desde que llegué a Washington en 1983 presencié debates sobre guerras, terrorismo, recesiones, paralizaciones del gobierno e impuestos. Se produjeron tres de los cuatro juicios políticos de un presidente que ha habido en la historia. Hubo batallas por la justicia social, el aborto y la pandemia. Pero de todos modos escuché a los legisladores, tanto demócratas como republicanos, hacer planes para la cena. El pesar por la muerte este mes de la representante republicana Jackie Walorski y dos colaboraciones en un accidente de tránsito fue genuino en los dos partidos.

De todos modos, el espacio para encontrar puntos en común es cada vez más reducido, la atmósfera más oscura y hay más cosas en juego.

Pelosi describió al líder del bloque republicano de la cámara baja Kevin McCarthy como un “idiota” por oponerse al uso obligatorio de tapabocas en la cámara en plena pandemia del coronavirus. McCarthy respondió que “sería duro no darle” con el mazo si llega a ser presidente de la cámara. Un vocero suyo dijo que hablaba en broma.

En ambos partidos hay cada vez menos moderados. La gente lee solo los medios afines a sus ideas y se radicaliza. Esto hace que los legisladores tengan menos incentivos para transar.

Hasta principios del siglo, la mayoría de los nominados a la Corte Suprema eran aprobados sin demasiadas trabas. En el 2016, sin embargo, el líder de la mayoría, el republicano Mitch McConnell, impidió que el presidente Barack Obama cubriese una vacante, diciendo que había elecciones a la vuelta de la esquina. Cuando se produjo la misma situación en el 2020, McConnell aceleró al nombramiento de una jueza designada por Trump, dándole a los conservadores una ventaja de 6-3.

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Nada de esto se compara con la afirmación infundada de Trump de que le robaron las elecciones del 2020, una denuncia desestimada por decenas de tribunales, funcionarios locales y su propio secretario de justicia.

Sus falsedades alentaron la insurrección del 6 de enero. Yo no estaba en el Capitolio ese día por la pandemia, pero no puedo olvidar las muertes, la destrucción, las lesiones y la deprimente sensación de que se había profanado la democracia.

Pocas horas después de que la turba fue dispersada, más de la mitad de los republicanos de la cámara baja y ocho senadores votaron en contra de certificar la victoria del demócrata Joe Biden. McCarthy inicialmente dijo que Trump era responsable en parte por el ataque, pero poco después bloqueó una investigación bipartidista de lo sucedido.

Muchos republicanos restan importancia o tratan de desviar la atención de esa sublevación y Trump sigue siendo la figura dominante del partido.

Las críticas a los políticos no son nada nuevo. Pero los cuestionamientos actuales del gobierno y del sistema electoral que impulsan Trump y su gente coinciden con advertencias de las autoridades acerca del creciente peligro de episodios de violencia e incluso de una guerra civil.

Foley y Michel no reconocerían el país en que vivimos hoy.

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