En el pueblo de “Mi palabra es la ley” las amenazas se vendían a destajo. Bastaba con que no le gustara algo al rey del pueblo para que mande a sus empleados a comprar al mercado un manojo de amenazas.
En su oficina, el rey tenía una pared llena de nombres y apellidos de aquellos que se oponían a sus decisiones, que las criticaban, o que simplemente, se negaban a ejecutarlas.
Cada que uno de los nombres que se ubican en esa pared era etiquetado como su “adversario”, desde su audiencia mañanera los amenazaba sin pudor.
Las fachadas de las casas del pueblo estaban pintadas de blanco con guinda, como el palacio del rey, pues para él, todo debían unificarse a su pensamiento e ideología, nadie podía pensar o actuar diferente, de hacerlo sería vapuleado.
Si uno de los pobladores se oponía al rey no solo lo amenazaba públicamente, sino que enviaba a sus secretarios a pintar en los portones de sus casas una marca de color púrpura como señal de que era “adversario” y para que el resto del pueblo lo señalara. El escarnio era uno de los deportes favoritos del rey.
Había quienes desde el interior del palacio no estaban de acuerdo con las acciones de rey, pero preferían guardar silencio que estar en la lista de las amenazas y ser considerados adversarios.
En la lista de amenazados ya se encontraban los empresarios, jueces, médicos, científicos, académicos, comunicadores, periodistas, consejeros electorales, los reyes anteriores a él, la clase media, las madres trabajadoras que exigían estancias infantiles y escuelas de tiempo completo.
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Pero también estaban los defensores de derechos humanos, las organizaciones civiles, la iglesia católica, la Universidad Nacional Autónoma de México, los padres de familia que pedían medicamentos para sus hijas e hijos con cáncer, las madres que buscan a sus hijas e hijos desaparecidos, las mujeres.
Lo mismo que los órganos autónomos, las farmacéuticas, los abogados, los ingenieros, los ecologistas y ambientalistas, actores, músicos, y aquellos que se oponían a su estrategia de seguridad abrazos no balazos.
Estaban las y los legisladores que no pertenecían al grupo mayoritario del rey, aunque bueno, algunos de los suyos también formaban parte de la lista de las amenazas, que era interminable y cada día se hacía más larga.
Los últimos en formar parte de la lista de amenazados fueron los ministros de la Corte, quienes cada cada vez que se disponían a debatir un tema que pudiera ir en contra de sus creencias y caprichos, eran señalados ante su audiencia mañanera, particularmente, los que él había recomendado.
Es que nadie podía estar en su contra, se decía el rey, y no porque fuera autoritario, ¡qué va!, sino porque era el rey y su palabra es la ley.