Respeto a los maestros

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Foto: (Especial)

Las imágenes de la cámara de seguridad del kínder no necesitan de mucha explicación: la maestra abre la puerta y de pronto se ve empujada por los dos “responsables” (es un decir) de la crianza de uno de sus alumnos, quien también está presente. En unos segundos, la madre ataca a la profesora y el padre mete la mano a una mochila donde, se sabe después, llevaba un arma de fuego. El menor de edad festeja la agresión que continúa hasta que se pierden de vista.

Por dónde empezar con todo lo que estuvo mal en este penoso caso. La violencia que padecemos, esa misma de la que nos quejamos a cada instante, tiene como origen comportamientos como el que vimos en esa escena. Pero, vamos por partes.

Por muy estricta que fuera la maestra de preescolar (que seguramente no tiene nada que ver con las que le tocaron a mi generación con respecto a la disciplina y a cómo hacerla valer) dudo que fuera suficiente como para justificar una agresión física de parte de la madre, la amenaza de muerte del padre con una pistola, y la humillación de obligarla a arrodillarse frente al niño para pedirle una disculpa.

Algo no estamos haciendo bien como ciudadanos, cuando llegamos a la conclusión de que la única manera de resolver los problemas cotidianos es por medio de la fuerza. De acuerdo con el reclamo de los padres, el ataque se debió a que el niño la acusó de maltrato y para “corregir” la situación estimaron pertinente irla a amedrentar. Hasta el momento no hay denuncia de ningún comportamiento ilegal de parte de la profesora, ni de casos similares en el kínder; incluso una compañera de trabajo quiso defenderla y fue amenazada también.

Si a alguien le suena familiar esta agresión es porque, con pocas variantes, es la misma que se ejerce en un robo en el transporte público, en la calle o cuando un conductor pierde los estribos y la emprende en contra de quien le cerró el paso en alguna avenida. El común denominador es la violencia para imponerse a quien consideramos que nos hizo daño y el uso no solo de la fuerza física, sino de un arma de fuego en manos de quien no sabe utilizarla y que la tenía en su poder sin permiso. La ley de la selva contenida en uno de miles de incidentes que ocurren en las grandes ciudades del país donde hemos perdido, nosotros, la dimensión de lo que significa respetarnos.

El padre, quien afirmaba trabajar para la “procuraduría” del Estado de México, y la madre, fueron detenidos horas después por las autoridades estatales y sometidos a juicio, bajo la presión de una ciudadanía que tiende a sorprenderse cuando observa en una pantalla lo que podría estar justificando a diario en las calles, sin denunciar o intervenir.

Preocupa, más allá del escándalo, el mensaje que ya lleva ese menor sobre cómo funciona el mundo a su alrededor, cuáles son los valores útiles para desarrollar su comportamiento y qué principios son aquellos con los que se le está formando. Es un infante y apenas ahora se dará cuenta de que lo hecho por quienes son responsables de su cuidado y su educación creó un remolino de indignación, un problema legal y uno de los peores ejemplos que tenemos acerca de la manera en la que estamos conviviendo; por su bien, espero que con los años pueda olvidar lo sucedido y lleve una existencia pacífica. Por lo menos él está a tiempo de cambiar de rumbo, no lo sé en el caso de los dos adultos que crecieron en una realidad donde si una autoridad amonesta a mi hijo, yo tengo el derecho de agredirla y dejarle claro que en mi familia solo yo decido qué está permitido y qué no.

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Si este razonamiento les parece conocido es porque durante años hemos aprendido a desconfiar hasta de nosotros mismos, con mayor justificación de las autoridades, para reivindicar una falsa autonomía en la que nadie puede decirnos lo que debemos hacer y solo quien cuenta con los medios, lícitos o no, fija las reglas del comportamiento.

La violencia es un proceso y, como todo lo malo, lleva tiempo para que se arraigue y nos parezca normal. Nunca lo es. Si, como decimos en redes sociales y en pláticas familiares, queremos vivir en un país en paz, nuestra obligación es prevenir que vuelva a ocurrir un incidente como ese. Si estas actitudes no tienen cabida en nuestro entorno, nadie las puede justificar; si además las denunciamos ante las autoridades, entonces no queda espacio para pensar que la agresión es la manera en que nos ganamos el miedo -jamás el respeto- de los demás.

También ayuda mucho, de una vez y por todas, deshacernos de cualquier arma de fuego que esté en nuestro poder. Ninguna brinda seguridad, por el contrario, la quita. Un país sin las armas que están en manos de supuestos “buenos ciudadanos”, sería un país seguro en semanas y no necesitaría del despliegue inmediato de una autoridad policiaca, menos del sacrificio de mujeres y hombres que han decidido dedicar su vida a protegernos, cuando como ciudadanía contamos con personas que deciden cometer un acto así.

La delincuencia es un negocio en el que participan personas que toman una decisión, muchas veces orillada por la necesidad, de cometer un crimen a cambio de dinero rápido. Usan la violencia para mantener a sus víctimas, nosotros, a raya y evitar el peso de la Ley. Pero cuando somos los propios ciudadanos los que nos comportamos como ellos, ¿cómo podemos exigir que se logre la paz y llegue la tranquilidad a nuestros hogares?

Si actuamos, hoy, de forma distinta y repudiamos cualquier tipo de violencia, convocamos a un desarme nacional, y nos comportamos con tolerancia y respeto, tendremos lo que tanto pedimos: seguridad. Mientras tanto, la única ley que respetaremos será la de la prepotencia.

* Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las escribe y firma, y no representan el punto de vista de Publimetro.

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