Amables lectores, el vestidor de un equipo es la parte medular del funcionamiento colectivo, ahí se genera la interacción diaria, se planea la estrategia, se reúne el plantel, se intercambian las opiniones, se habla de frente, se conoce a los nuevos y se respeta a los veteranos.
El vestidor es un espacio sagrado, es la intimidad misma del plantel en donde solo acceden los protagonistas del juego, lejos de la prensa, de las familias e incluso sanamente de los directivos.
Cuando el vestidor se divide comienzan los problemas, es como si la relación matrimonial tuviera fugas, infidelidades o secretos.
Si el vestidor se rompe se sabe, a veces por indiscreciones u opiniones filtradas a la prensa o simplemente porque se nota a primera vista.
Los líderes del vestidor siempre existirán, ahí se alza la voz, se pone la música, se bromea, se llora, se comparten estados de ánimo y es la frontera inmediata post-partido. Al vestidor se llega eufórico en la victoria y se convierte en el mejor centro de fiesta o es un cementerio de silencio ante la derrota.
Las modas nos permiten ver instantes del vestidor, el de las fotos con todo el grupo celebrando un buen resultado o el de la sana práctica de dejarlo limpio como se recibió, como lo hicieron alguna vez los japoneses en un Mundial y lo replicaron varios equipos de diversas categorías.
El vestidor es el espacio de la concentración pre-juego, ahí se detiene el tiempo y se prepara la mente y el cuerpo para salir a darlo todo sin importar si es cómodo, espacioso, caluroso o con aire acondicionado, oscuro o luminoso con olor a zapatos boleados, sudor, pomadas, lociones, sueños e ilusiones.
Cuando el vestidor se rompe, el proyecto se derrumba y con el todo lo que rodea a un equipo y su afición.
Hay códigos no escritos en el fútbol y uno de tantos es la santidad del vestidor, de lo que ahí se dice y se discute, de lo que ahí se vive todos los días en esa hermandad de los privilegiados que juegan al fútbol.