Para los seres humanos, como no sabemos qué es el amor, en un intento por darle forma, corremos el riesgo de identificarlo con otras tantas cosas, que nada tienen que ver, como el control y el sufrimiento. Y, dicho intento, más que acércanos a su misterio, lo degrada. Esto sucede precisamente por la naturaleza misma del amor, como con las mejores cosas de la vida, resiste a todo intento de explicación. Si se pudiera explicar entonces no sería amor.
Así como el sufrimiento no es la verdadera identidad, el verdadero ser de una persona, tampoco es la esencia del amor, de lo que une a dos personas, por más que así lo plantee una arraigada tradición, con su principio: “sufro, luego existo”, “sufro, luego (creo que) amo”.
Si para una persona, sufrir forma parte de su vida e identidad, del sentido de sus relaciones con los demás, va a ser muy difícil modificar o querer resolver dicho padecer, ya que éste ha tomado un lugar de identidad, precisamente por los efectos de sensación intensa que ha tenido en su vida, de marcadores somáticos –podríamos decir–.
El problema, cuando el sufrimiento ha tomado un lugar de identidad, es precisamente el hacerle creer a quien lo padece que sí o sí, debe sufrir para poder ser y existir: sufro, luego existo. Sufro, luego soy. Sufro, luego amo. Sufro, luego puedo hacer todo lo que hago en la vida.
La persona ha colocado al sufrimiento en el centro de su vida como un elemento de autorización, no se ve de otra manera, no puede verse de otra manera, al extremo de sentir que, si dejara de sufrir, se desorientaría, tendría una crisis de identidad, no sabría entonces quién es y que debe hacer.
Gracias a lo cual, reitera una y otra vez los elementos, personajes y escenarios que le garanticen una cuota de sufrimiento permanente, para poder sentir lo nuevo y extraño como familiar.
Una de las expresiones de identificarse o “enamorarse” del propio sufrimiento es la dificultad para afrontar el duelo, es decir, el poder vivir y asumir la pérdida de un ser querido, conduciendo a la persona al siguiente dilema: si sufrir es la marca de mi ser, una muestra de que yo soy, que he amado, que sigo amando, acaso podría dejar de sufrir; si dejo de sufrir por la muerte de esa persona amada significaría que la he dejado de amar, cómo podría seguir con mi vida si esa persona amada está muerta.
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En dicha interpretación, para esa persona dejar de sufrir equivaldría a haber dejado de amar a la persona que ha fallecido, generándose una culpa por dejar de sufrir, que la persona asume como dejar de amar, se cree que entonces se ha dejado de amar y por lo tanto por eso se ha superado su partida.
Apareciendo entonces un, no pudo seguir adelante, porque eso señalaría que he olvidado a quien amé, reiterando aún más el sufrimiento, quedando así atrapada en un espiral donde la existencia, el sufrimiento y el amor, se anudan, son interdependientes, se necesitan.
Si se identifica el amor con el sufrimiento y el sacrificio, si se les considera como equivalentes, la marca y esencia del ser, entonces no se podrá ver de otra manera, ni responder de formas creativas ante la experiencia del fin (de una relación, de una vida, etc.) y la persona creerá que es una marca de su ser, su sello, el tener que sufrir para existir.
Con lo cual, sin darse cuenta, incrementará todavía más el sufrimiento en su vida, como una forma de confirmación (“Pellízcame para saber que no estoy soñando”) de su persona y decisiones, perdiéndose de otros elementos mucho mejores para vivir: la responsabilidad, curiosidad y entusiasmo, conocer diferentes lugares y personas, habitar otros espacios y sensaciones, movimientos…todos ellos de mejor cualidad que el sufrimiento, el control y el sacrificio, para colocar como marca de la identidad.