En cada Olimpiada tiendo a fijarme mucho más en aquellas historias que recuperan la fe en la humanidad y en esos ejércitos de personas detrás y a un lado de las y los mejores atletas del mundo. Profundizar acerca de lo que significa alcanzar el estatus de un atleta olímpico es una lección, creo, más valiosa que los récords.
El ejemplo de jóvenes que surgen desde situaciones sociales muy complicadas para estar en la cita deportiva por excelencia y la dedicación que significa estar en el ranking de los mejores de una disciplina a nivel mundial, es el auténtico sustento de los Juegos Olímpicos. Quienes los apoyan y entrenan no lo han tenido más fácil en sus vidas y por eso el esfuerzo colectivo siempre es más generoso en el triunfo, aunque nos enfoquemos en las individualidades.
Ponerle atención a los atletas que no estarán en alguno de los tres lugares del podio está lejos de fomentar el conformismo. Claro que las medallas son importantes; pero, visto con objetividad, ningún atleta llega por sí mismo a unos Juegos y quien termina en una final o en los primeros diez lugares de cualquier competencia ya es miembro de una élite de seres humanos superdotados y merece nuestro absoluto reconocimiento por su hazaña.
Fue el barón Pierre de Coubertin, quien encabezó la primera presidencia del Comité Olímpico Internacional (COI), el que dejó claro que éste era un certamen distinto, porque “lo importante no era ganar, sino competir”. Coubertin estaba convencido de que a través del deporte podía conseguirse la paz mundial. Ese espíritu se mantiene hasta nuestros días, a pesar de la formidable maquinaria de mercadotecnia que son ahora las competencias y que destacan a los triunfadores.
En el otro extremo, Vincent Lombardi, el legendario entrenador de los Empacadores de Green Bay de la liga profesional de futbol norteamericano, dijo una vez que si el resultado del juego no era relevante “¿entonces para qué llevamos un marcador?”. Lombardi pensaba que era la competencia -más que cualquier otro aspecto del deporte- lo que hacía que alguien superara los obstáculos que preceden a la victoria. Ningún lugar como los Juegos Olímpicos para encontrar ambas expresiones de tenacidad, constancia y disciplina.
Tomemos, por ejemplo, al equipo de baloncesto de Sudán del Sur, un país apenas reconocido en 2011, luego de un histórico referéndum de independencia y una cruel guerra civil. Unos días antes de iniciar estos Juegos, fueron el hazmerreír de varios comentaristas deportivos en los Estados Unidos, porque iban a enfrentarse al siempre poderoso equipo de esa nación. Había un referente previo: la respuesta que en 1992 dio Charles Barkley, uno de los miembros originales del “Equipo de Ensueño”, a un periodista que le preguntó si sabía algo de su primer rival, el representativo de Angola. “No sé dónde está Angola. Solo sé que están en problemas”. La selección de los Estados Unidos, una nueva versión de ese equipo al que perteneció Barkley, apenas logró ganar a sus rivales africanos en el último minuto y por un punto. Casi todos los comentaristas se disculparon al día siguiente. Ninguna casualidad, no obstante; sus jugadores son consumados profesionales y su exestrella, Luol Deng, fondea y entrena al equipo que practica en canchas al aire libre, porque en la nueva nación todavía no existe un solo gimnasio cerrado (en su encuentro oficial de esta semana, sin embargo, perdieron por diecisiete puntos).
Muy diferente, es la historia del equipo femenil de polo acuático de los Estados Unidos. A pesar de haber ganado ya tres medallas de oro en ediciones anteriores, y por marcadores menos sufridos, sus atletas necesitan trabajar en otros empleos para costear sus entrenamientos. Un conocido cantante de rap ha sido el improbable patrocinador de la escuadra y ha convocado a otros artistas y empresarios a que hagan lo mismo con otros deportes que no tienen tantos reflectores, pero que cuentan con mejores resultados. ¿Suena conocido?
Nos llaman mucho la atención los triunfos apabullantes, al igual que los marcadores que se resuelven en el último segundo. Las hazañas son un rasgo indisoluble de las competencias deportivas desde que los griegos celebraron la primera del mundo antiguo. Admirar a esas y a esos gigantes de la alberca, de la pista o del campo, solo provoca inspiración; pero también conduce a dos trampas modernas: pensar que uno llega a la cima sin el esfuerzo de entrenadoras y entrenadores, preparadores físicos, doctoras y doctores, dietistas, entre varios profesionales más, familiares y amigos. Y la segunda, que quienes no obtuvieron una medalla, por lo general por unas décimas de diferencia o una decisión de los jueces, han sido derrotados, cuando es lo contrario. A ellas y a ellos, sobre todo a nuestros compatriotas que han dado todo en cada competencia, nuestra admiración como espectadores de algo único. Son las y los mejores atletas del planeta, y son mexicanos. Y eso es decir mucho.