La presencia de la inflación ha sido una constante en los años posteriores a la pandemia. A veces justificada por el cambio climático, como sucedió recientemente con la afectación a los cultivos nacionales de cilantro; otras no tanto, como los aumentos de precio de varios alimentos procesados y algunas estrategias empresariales que mantienen el costo, pero entregan menos gramos de producto con el propósito de maximizar las ganancias de cada cuatrimestre.
Siempre he creído que la economía nos importa mucho más de lo que piensan los mercados, los analistas y los expertos. Tal vez, las evaluaciones de corredurías y firmas calificadoras no están dirigidas a la gente que hoy llegó con el marchante del barrio por los alimentos de la semana; sin embargo, las decisiones financieras nos alcanzan a todos, y eso da una sensibilidad particular a quienes miden sus gastos y cuidan sus ingresos para llegar a final de mes, que somos la mayoría.
Esta semana de turbulencias económicas tiene varias explicaciones, la mayor parte de ellas relacionadas con los excesos de mercados que buscan y, tristemente, encuentran, vías para jugar al casino con millones a costa de un riesgo que no parece bien calculado. Basta una simple decisión soberana, o dos, y el contagio de nerviosismo se extiende de polo a polo del planeta.
En esta ocasión fue la sorpresiva alza de tasa de interés por parte del Banco Central de Japón, que agarró desprevenidos a muchos inversionistas que habían empleado un curioso mecanismo de especulación que pocas veces sale bien. Contrataban préstamos en millones de yenes (baratos desde hace años) y los invertían en mercados con tasas más atractivas como el mexicano. Varias de esas “posiciones” como se les denomina en el argot financiero eran de corto y mediano plazo para aumentar las utilidades, por lo que el incremento japonés recortó las ganancias y amplió unas pérdidas que nadie había pronosticado.
El segundo factor fue el indicador de empleo de los Estados Unidos, que bajó, y se sumó a la preocupación (siento que exagerada todavía) de que nuestro vecino podría entrar en una recesión. Que estén en medio de un proceso electoral que capta la atención del mundo solo incrementar el temor de quienes mueven dinero de un país a otro, como el resto lo cambia de bolsa del pantalón.
En el fondo lo que surge, de nuevo, son rasgos de codicia y de utilidades a toda costa. Ninguno de los dos es bueno para las sociedades del planeta y evade el enfoque que debemos tener al principal problema global: la desigualdad.
Nadie, en ninguna nación estable, está en contra de que existan más emprendedores o mejoren sus números los principales empresarios. En lo que las mayorías no están de acuerdo es en la concentración del ingreso y en la falta de competencia que termina limitando la prosperidad de los consumidores.
Como ciudadanos debemos tomar consciencia de que somos parte de este proceso y que contamos con una fuerza colectiva que puede influir en las decisiones económicas. Para quien busca mejorar sus condiciones de vida, todas las mañanas comienzan temprano. Si todos empujamos hacia la misma dirección, podremos abrir mercados cerrados, limitar la ruleta de casino bursátil y consolidar un modelo de equidad que privilegie el benefició general, por encima del de unos cuantos. Más que temor, la economía debe comenzar a voltear hacia la gente para darse cuenta que el factor humano es el más importante.