Para leer con: “Blinding Lights” de The Weeknd
En la infancia, la nostalgia es imposible. Uno vive sin saber que las cosas se acaban. El primer desencanto de crecer consiste en descubrir que algunos momentos ya no volverán. De ahí en adelante, aprendemos a vivir con la melancolía a cuestas. Lo curioso es que el mercado, siempre atento a nuestras debilidades, se ha encargado de convertir esa tristeza en una oportunidad comercial.
Hoy, el presente luce más como un espejo retrovisor: avanzamos sin dejar de mirar atrás. Vivimos una era profundamente nostálgica, atrapados en un bucle donde la memoria es el producto más cotizado en los anaqueles.
No es casualidad que los hits del streaming estén llenos de refritos. Stranger Things no solo es un homenaje a los años ochenta, sino un catálogo emocional para quienes crecieron con E.T., Los Goonies o los sintetizadores de John Carpenter, por no hablar de una época en la que los niños podían andar en bicicleta sin GPS y enfrentar misterios sin la ayuda de una app.
La cultura de masas convirtió la nostalgia en envoltura: cada producto que revive una época pasada viene cargado de recuerdos, y por tanto, de significado. El pasado, aunque imperfecto, tiene la ventaja de haber sucedido.
Por ejemplo, la música en vinilo resurge porque el streaming no deja cicatrices físicas, carece del ritual de dejar caer una aguja sobre un surco desgastado. En la moda, a cada rato vuelve lo que se fue. La ropa con logos noventeros, los pantalones de tiro alto y acampanados, los zapatos gruesos y el “aesthetic Y2K” remiten menos a la estética que al deseo colectivo de pertenecer a un tiempo menos problemático.
Algo sintomático ocurre también en la industria automotriz: la mezcla de ingenio mecánico y romanticismo en serie lleva a marcas como Ford a reeditar la camioneta Bronco como si habitáramos 1975 o a Volkswagen a reinventar su combi, pero ahora en versión eléctrica. Al volante podemos pensar que avanzamos, pero nuestra ruta emocional sigue anclada al pasado.
¿Por qué lo retro encanta tanto? Hay una hipótesis simple: en tiempos de incertidumbre, lo familiar brinda refugio. Cuando el presente abruma y el futuro parece roto, el pasado se convierte en una baticueva. Un coche retro no solo transporta: también reconforta. Se trata de una cápsula emocional con ruedas.
Pero el fenómeno trasciende lo comercial porque hay algo en su raíz que incomoda: ¿por qué no hemos logrado consolidar una nueva década creativa? ¿Qué le pasó al siglo XXI que no ha podido delinear su estilo propio? Los sesenta fueron psicodélicos, los setenta fueron funk y desilusión post-hippie, los ochenta se ahogaron de neón y sintetizadores. Pero, ¿qué estética define los años 2010 o los 2020? ¿El reciclaje continuo a falta de una mejor idea?
Se vale especular. Tal vez Internet, con su archivo eterno, ha hecho imposible el olvido. Antes, una época quedaba atrás y era necesario inventar la siguiente. Ahora todo está disponible todo el tiempo. En lugar de avanzar, scrolleamos entre estilos. Todo parece indicar que el vértigo tecnológico y social de hoy no permite sedimentar ni procesar las experiencias colectivas con la calma suficiente para generar nuevos símbolos perdurables, en el contexto de una economía del miedo donde el futuro, más que una oportunidad o esperanza, es una amenaza constante.
También influye la lógica del algoritmo, que no premia lo nuevo, sino lo que ya funcionó. Las plataformas no buscan innovación, sino clics. Y los clics, como la nostalgia, se predicen mejor cuando apelan a lo conocido. Voltea a ver tus playlists y mira cómo están llenas de “greatest hits” de una juventud que no termina de irse. O mira los festivales y reencuentros con bandas que llevan 30 años tocando lo mismo.
La nostalgia, en manos del marketing, ha dejado de ser una emoción para convertirse en un producto: un recurso para maquillar la falta de horizonte que termina por convertirse en un sedante cultural. El riesgo de vivir anclados al pasado no es solo estético: es existencial. Nos merma la capacidad de construir nuevas identidades.
Mientras seguimos maratoneando remakes, comprando prendas vintage y manejando autos con diseño de hace medio siglo, convendría preguntarnos: ¿quién se atreverá a inventar el futuro? ¿Y qué necesitamos para que deje de darnos tanto miedo?