Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha buscado una conexión con lo divino. Este impulso moderno para meditar no nació con los libros de autoayuda ni con talleres recientes; es una memoria antigua que vive en cada ser humano, como si fuera un eco que nunca se apaga. Se ha llamado de muchas formas —meditación, oración, contemplación, mindfulness, recogimiento—, pero su esencia es siempre la misma: volver al corazón, que es la puerta de puertas.
Cuando usted se sienta, respira, cierra los ojos y busca un instante de calma, tal vez parezca que está aplicando una técnica o intentando “hacerlo bien”. Pero lo que realmente importa es la pureza de su intención. Algo que trasciende métodos y escuelas y que hace poderosa a cualquier práctica no es la postura, ni la tradición, ni el maestro, sino la autenticidad con la que usted se conecta consigo mismo.
Hoy por hoy, la meditación se busca para la relajación, para dormir mejor, para reducir la ansiedad, o para “ser más espirituales”. Y aunque todo eso es válido, no debemos dejar de lado una pregunta fundamental: ¿para qué quiero meditar?
Cuando uno se mira con honestidad, descubre que la respuesta no está en una habilidad nueva, sino en una necesidad profunda de reconectar con algo que ya estaba dentro.
Sentarse con humildad, sencillez, con el corazón abierto, nos permite entrar en contacto con algo sagrado: nuestra voz interior, esa voz interior que es también un canal de comunicación con lo divino. Llámele Dios, Divinidad, Creador, Poder Supremo, o como resuene para usted. El nombre no importa; lo que importa es reconocer que hay una presencia amorosa que siempre está ahí, esperando a que abramos un pequeño espacio para sentirla.
A decir de grandes iluminados, es en la pureza, no en la técnica, donde ocurre el milagro. Un corazón que pide con autenticidad, un corazón que agradece sin cálculo, un corazón que se entrega sin miedo, es más poderoso que cualquier método.
Esto es fácil de ver cuando ante una emergencia, ocurre el milagro de una salvación. En la infancia no hace falta comprender, ni teorizar, ni dominar nada. Simplemente se es: se vive con el corazón abierto, se pide con inocencia, se siente la cercanía de lo invisible. Por eso los deseos parecían cumplirse con más facilidad, y la conexión con lo sagrado era tan natural como respirar.
Con el paso del tiempo y de los traumas, sin darnos cuenta, comenzamos a buscar afuera lo que siempre estuvo adentro. Pero cuando usted decide sentarse un momento y respirar con intención, algo emerge. No importa si lo hace en su casa, en un templo, frente al mar, o en un rincón silencioso: el corazón reconoce el camino en donde quiera que se esté.
Cuando usted se conecta con ese espacio interior, en lo sagrado en su propio corazón, surge una visión más amable, más paciente, más comprensiva y compasiva, y se despierta la capacidad de ver más allá de las apariencias, más allá del ruido, más allá de las máscaras.
Un corazón que se mueve con bondad y generosidad hace irrelevante cualquier técnica. Por eso, cuando usted medite, ore o haga cualquier ritual, recuerde que lo más importante no es “cuánto tiempo”, “qué método” o “con qué maestro”, sino con qué corazón.
Es la pureza de su intención lo que abre los caminos, porque, como puesto con un candado maestro, a un corazón puro, dicen los sabios, Dios le concede todo lo que pida.

