Para leer con: “México”, del Instituto Mexicano del Sonido
En México la vida transcurre bajo la extraña normalidad de lo insólito. Cada día amanece con un nuevo escándalo en las portadas y cada noche parece clausurarlo sin consecuencias visibles.
Parece que hemos perfeccionado el arte de la resignación cotidiana: “no pasa nada”, decimos ante lo inaceptable, como si con eso amortiguáramos el golpe de la realidad.
La frase, empleada para tranquilizar a un niño que rompe un muñeco, se convirtió en el lema no oficial de un país donde todo pasa... pero no pasa nada.
México es un país donde las cosas suceden intensamente, con fuerza inédita, para luego desaparecer como un temblor leve que apenas mueve las cortinas. Los escándalos explotan, los fraudes son denunciados en trending topics y la corrupción queda expuesta a la vista de todos.
Solo que, pocos días después, otro nuevo escándalo hace olvidar el anterior. La memoria colectiva se convierte en una sucesión de olvidos estratégicos con un solo beneficiario y múltiples damnificados.
Este país se ha acostumbrado a un sistema de permisividad cotidiana que no solo afecta a quienes detentan el poder, sino que permea cada esquina de la vida diaria.
PUBLICIDAD
Esa permisividad, esa negligencia disfrazada, sostiene y perpetúa el aparente orden. La conciencia cotidiana, ese pequeño pero constante pensamiento crítico interno que debería detenernos antes de aceptar cualquier forma de corrupción cotidiana, se ha vuelto tan maleable como la plastilina.
La cultura popular lo refleja con refranes cínicos como “el que no tranza, no avanza”. Nos reímos para no llorar, normalizando prácticas indebidas con un encogimiento de hombros.
Vemos bicis, motos, autos, camiones y hasta patrullas pasarse el alto y regresa el mantra: no pasa nada. Y quizá en ese instante en particular no pase algo visible —no hay choque, nadie atropelló a alguien–, pero cada pequeña transgresión tolerada alimenta y robustece un ecosistema de inconsciencia e impunidad.
Poco a poco, nos hemos acostumbrado a vivir en la contradicción: indignados en el discurso, pero huecos en la acción. La frase “no pasa nada” se vuelve profecía autocumplida: al no pasar, en nosotros nada —al no actuar ni exigir—, en efecto, nada pasa.
Esta actitud conlleva un costo invisible: la erosión de nuestra capacidad de asombro e indignación. La saturación de escándalos termina por anestesiar la conciencia. Cuando todo es grave, nada parece suficientemente relevante para movilizarnos. Las redes sociales arden un día con un hashtag de protesta y al siguiente el país entero parece sufrir amnesia informativa. La normalización del absurdo es quizá una de nuestras grandes tragedias nacionales.
La culpa no recae exclusivamente en políticos o empresarios. Está, en buena medida, en esa aceptación silenciosa del ciudadano común, que ha aprendido a vivir con la frustración como parte inevitable del paisaje. La vida pública mexicana está repleta de indignación efímera, de protestas efervescentes que se olvidan cuando cae el sol.
Lo doloroso es que esa conciencia adormecida nos lleva a repetir patrones: el mismo político corrupto gana elecciones, las promesas incumplidas se reciclan con facilidad, los servicios públicos permanecen en un estado de decadencia sostenida, las injusticias sociales se naturalizan como males inevitables y los grupos en el poder se consolidan como clubes herméticos.
Es inaceptable que haya una persona muerta o desaparecida en el país. No hay cómo normalizar esto. Resulta intolerable el robo de recursos públicos, como la luz y el combustible. Las noticias indignan un rato, pero pronto se diluyen entre otros dichos políticos. Escándalos de ocasión, entretenimiento de sobra y la burocracia de las carpetas de investigación “sin resultados”.
¿Se puede romper este ciclo vicioso? No hay receta fácil, pero quizás el primer paso sea recuperar la memoria y la empatía. Recordar que detrás de cada caso impune hay vidas truncadas, comunidades agraviadas y un futuro hipotecado.
Convertir nuestra consternación efímera en indignación duradera. Dejar de tratar lo excepcional como norma. En lugar de asumir que aquí las cosas “siempre son así”, imaginar —y exigir— que puedan ser de otro modo.
Tal vez el mayor desafío como país sea despertar del letargo de la impunidad. Pasar de espectadores resignados a actores exigentes.
Que la próxima vez que digamos “no pasa nada” sea porque realmente hemos impedido que pase lo peor, porque nuestras instituciones funcionan y nuestras protestas se traducen en justicia organizada.
En México, mucho ha pasado y mucho seguirá pasando. Pero dependerá de cada ciudadano que esas cosas que pasan sí signifiquen algo y que, por fin, pase algo.
Solo así dejaremos de vivir en la tierra del “todo pasa, pero no pasa nada” para convertirnos en un país donde lo que pasa importa y tiene consecuencias.